Mi
encuentro con las personas, dada mi condición de interlocutor social, suele ser
siempre ameno y fructífero. No miento al decir que es mucho lo que aprendo del
contacto diario con la gente.
A
volver a escribir, después de una obligada temporada sin hacerlo de manera
pública, confieso, con añadida madurez, que, a pesar de las grandes decepciones
que me he llevado a lo largo del ir y venir de mis días, sigo echando mano del
arma de la palabra.
No
tengo duda alguna que tan meritoria inclinación ha terminado, finalmente,
convirtiéndome, en un apasionado defensor de esa maravillosa herramienta para
la paz y la convivencia cuyo nombre correcto es el diálogo. Seguro estoy, de
que es éste, y nunca otro, el instrumento validado para el levantamiento de
esas sólidas estructuras sobre las que, en definitiva, se podrá construir una
sociedad que, a causa del esplendor de su consolidación, llegará a ser distinguida,
entre tantas del ayer, por el muy noble ejercicio del derecho de la igualdad y
el inexcusable deber de la tolerancia. Nada más cierto.